Días soleados. El atardecer. Mi abuela y mi tía en la huerta, una amiga les ayuda. Observo los manzanos, al lado de mi abuelo. Recogían judías de las altas varas, que me doblaban en altura. Muy cerca se encontraba el maíz. Delante, las filas de pimientos y tomates. Debajo de la higuera, los espárragos y las fresas. Levantarse temprano a cogerlas, aspirar su aroma y ver las puntas blancas de los espárragos era un descubrimiento nuevo para mí. Aún no podía subir a la higuera, eso sucedió años más tarde.
Al otro lado estaban los árboles frutales. Ciruelas japonesas, higueras, perojos de San Juan, avellanos, manzanos y perales. La fila de altas hortensias marcaba el fin del territorio terrestre y comenzaba el del asfalto.
Todo me iba entrando por los ojos, sin pretenderlo. Me gustaba ver cómo desgranaban el maíz, participando en la medida de mis fuerzas, pocas en aquellos años. Veía cómo mi abuela asaba los tomates en la plancha de la cocina de carbón. Me chocaba, así no se hacía en mi casa. Era al atardecer, sin encender la luz, tanto por ahorrar como por costumbre, con los restos de iluminación natural vespertina jugando con el resplandor de las brasas. Momentos que han quedado dentro de mí.
Era el único niño en aquel mundo de adultos. Mi compañero se llamaba “Pinto”, un perro de caza, noble donde los haya. Las manchas blancas y negras daban lugar a su nombre. Nunca entraba en casa. No era costumbre. Eso no me gustaba…