Jorge regresó tarde a casa. No hizo ruido al entrar. Cerró la puerta con cuidado, se descalzó en el recibidor y se encaminó a su dormitorio. Antes de dar un paso, sonó la voz de su abuela.
– ¿Qué tal lo has pasado esta noche?
– Bien, abuela, bien. Pero no te quedes esperándome hasta tan tarde. Debes descansar.
– Leía – contestó.
Todas las noches tenía lugar el mismo ritual. No importaba la hora que fuese. Ella siempre estaba allí, en la cocina, con la cafetera preparada, leyendo hasta que llegase su nieto. Daba igual que volviese de trabajar o de estar con los amigos. Siempre estaba allí, esperándole. Nunca tenía sueño, decía.
– ¿Quieres que te despierte mañana, Jorge?
– No, abuela, ya sabes que no tempo problemas para levantarme.
– Bueno, hijo, bueno, que descanses.
– Tú también, abuela.
El desayuno estaba preparado cuando se levantó. Ella llevaba un rato trajinando en el fuego. El vecino había dejado la perola de leche en la puerta. Ahora estaba a punto de hervir. La tostada de pan sobre la mantequilla esparcía un aroma muy agradable. El tazón, el cubierto, la servilleta y un trozo de queso es un platillo, invitaban a sentarse. Jorge estaba muy agradecido a su abuela. Se entendían bien. La comunicación entre ellos era fluida y hablaban de confianza de todos los temas, sin excepción.
– ¿Sigues con esa chica, Jorge?
– Si, abuela.
– Ya sabes lo que yo pienso. Debes casarte y pronto. Y no mires para otro lado. No la dejes escapar, hijín.
– Si, abuela, si.
– Tráela a casa pronto. Aquí podéis vivir. Hay sitio para todos.
– Si, abuela, lo sé.
Y así día tras día desde aquel día. Después del accidente nada volvió a ser igual. Salió en todos los medios de comunicación. El ministro dio muchas explicaciones. La culpa fue del maquinista. Eso dijeron desde el principio y también en el juicio años después. Pero nadie lo creyó. Los sistemas de seguridad no funcionaron y la tragedia se conoció en el mundo entero.
– Abuela, hasta luego.
– Adiós, hijo, lleva el bocadillo y este trozo de queso para el almuerzo.
– Si, abuela.
Jorge no quería pensar. No se planteaba nada distinto a lo que tenía. La relación con su abuela era muy especial. Se tenían el uno al otro, nada más. Bueno, ahora estaba Luisa. Y Jorge no sabía qué hacer. No se planteaba otro modo de vida y, al mismo, tiempo deseaba tenerlo. Desde su infancia, ellos dos formaba un todo indisoluble. Se necesitaban y apoyaban mutuamente. La adolescencia marcó un periodo de crisis, rebeldía ante la injusticia, hastío de esperar un juicio justo. La juventud no mermó esos deseos. Luisa tenía planes de vida juntos, en los que no entraba la abuela. Ésta lo sabía. No se apartaba, pero no quería quedarse sola. Jorge no tomaba ninguna decisión.
Un periodista abrió la caja de Pandora. De nuevo la investigación sobre el accidente. Los peritos de las compañías de seguros del Estado tenían informes contundentes, que contradecían la versión de los pocos testigos que participaron en el primer juicio. Las personas que ayudaron a los heridos a salir de los vagones no fueron citados a declarar. Nunca. El maquinista cargó de nuevo con toda la responsabilidad. Pero se abrieron de nuevo las heridas. Los recuerdos se agolparon en su mente. Independizarse de su abuela no hubiera sido bueno para ninguno de los dos en aquel momento.
– He conseguido un contrato de seis meses, Jorge, -dijo Luisa alegremente. Pronto podremos buscar un piso. Puede ser cerca, así verás a tu abuela con frecuencia.
– Por supuesto. Estoy contento con la noticia, pero ya sabes que no estoy en mi mejor momento
– Lo sé. No te preocupes. Todo saldrá bien.
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