La casa del indiano

Por encima del sonido de mis cascos percibo un ruido fuerte, sordo. Está cayendo “la de Dios es Cristo”, llueve con ganas en este momento. En los cristales resuenan las gotas de agua y se refleja el brillo de las luces del interior del establecimiento. Llueve y llueve, cada vez más.

            Me encuentro en el Mercado del Este, donde está situado el gastrobar “La casa del indiano”, lugar en el que paso muchos ratos, tanto escribiendo como leyendo o estudiando. Ya me conocen. “Hola, Rafa, ¿un café”, me dice Antonio. Si, gracias, como siempre. Estoy solo en estos momentos. Aún no han abierto, pero me cuelo a este rincón, donde me encuentro como en mi propia casa. Puede llover cuanto quiera, yo estoy a salvo, calentito y con un café humeante sobre la mesa.

            Aquí mi imaginación vuela sin cesar. El propio edificio, reconstruido, idéntico al original, me trae recuerdos de cuando aquí se vendían toda clase de productos: queso, pescado, fruta, embutidos, pan, etc. Que lo reconvirtieran en distintos comercios se me hizo raro y, en un principio, no me gustó, pues suponía perder un mercado de abastos en el centro de la ciudad. Tanto por el sentido práctico, como por mantener edificios antiguos, me hizo recelar de este nuevo uso. Pero el tiempo pasa, las costumbres cambian y la valoración de todo evoluciona.

            La decoración del lugar, las fotos que  adornan sus paredes, los objetos antiguos, los carteles de publicidad, todo ello me transporta a la época de los viajes transatlánticos, donde aquí mismo se vendían los boletos de viaje. Me gustan las fotos de la antigua casa de comidas, muy similar a la actual, lo cual me hace reconciliarme con la remodelación efectuada.

            He dejado de escuchar mis grabaciones de inglés para poder escribir  lo que siento en estos momentos. La lluvia, el suave ruido de los camareros colocando las tazas, la luz amarillenta de las lámparas y el grisáceo cielo, el cartel indicando que me encuentro en la clase de 2ª económica y el mural de azulejos cerámicos de uno de los muchos vapores correos españoles, de la Compañía Trastlántica, me llevan de nuevo a ese lugar y a ese momento jamás conocidos, pero muchas veces imaginado.

            Cuando entro aquí, y también cuando paso de largo, este edificio me atrapa con un pasado no vivido. Desde la calle puedo leer carteles referentes a las salidas mensuales a Veracruz, La Habana, Montevideo y Buenos Aires. Es una invitación a entrar, a soñar, a recordar, a leer e interesarnos por cuantos paisanos nuestros, y vecinos también, compraron aquí su boleto a las Américas, muchas veces solo de ida. Algunos volvieron con fortuna, pocos, los denominados indianos. Hicieron escuelas, iglesias, hospitales, cualquier cosa que les hiciera recordar como benefactores en su tierra, convirtiéndose algunos en líderes locales en la época del caciquismo. La mayoría no trajo fortuna, no les levantaron un museo ni los recuerda más que su propia familia. Muchos nunca volvieron, hicieron allá su vida,  en algunos casos consiguieron formar una familia. Trabajaron por la comida y sobrevivieron como pudieron, manteniendo su pobreza en un lugar diferente al que salieron. Esta fue su casa, aunque solo fuera durante unas horas, esperando que partiera su cabotaje. Otros sólo a comprar el billete, esperando fuera, en el puerto.

            Me siento como en mi propia casa. Así me hacen sentir  con su trato agradable. De algún modo me hace conectar con quienes, familiares míos o no, pasaron por aquí. A todos ellos mi emocionado recuerdo y agradecimiento. Hoy, cuando tantos jóvenes han de marchar a buscar su puesto de trabajo en cualquier lugar del mundo, cuando otros indianos, procedentes de las Indias, vienen aquí a buscar el suyo, cuando desde las peores realidades socioeconómicas llaman a nuestra puerta pidiendo asilo, no podemos mirar para otro lado y sí abrir nuestra puerta y poner una silla más a nuestra mesa.

            Mi reconocimiento a todos los indianos del mundo –los que así se llamaron y los que no tuvieron derecho a serlo– que decidieron ampliar los horizontes y no se conformaron con mirar con tristeza el terruño, esperando la cosecha que no llegaba. Su inquietud, temor y hambre, no se llamó valentía sino necesidad. Niños de diez y doce años que liberaron a sus padres de la obligación de mantenerlos, hombres que iban a buscar fortuna, mujeres valientes, familias con un hatillo al hombro. Todos esos pensamientos me embargan cada vez que me siento aquí y dejo volar mi imaginación.

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