La paella

 Lo primero, nivelar el trípode.

Con sumo cuidado, se dedicó a observar el nivel del poco aceite que vertió en el paellero. Movió las patas una y otra vez. No le convenció. Fue a buscar cartones y con pequeños trozos las calzó hasta que dio por bueno el nivel conseguido. Pese a todo, observó cómo se comportaba el aceite; se quedó satisfecho cuando éste quedó en el centro, después de varios intentos.

Es importante, si no, después, el agua se puede verter.

Realmente nunca me lo había planteado, pero vi que tenía razón. No era la primera vez que se ponía manos a la obra y, créeme, sabía lo que se hacía. Una vez encendido el fuego y estuvo el aceite caliente, fue echando trozos de costilla al aceite y los fue sellando. Cuando fueron tomando un tono dorado añadió las piezas de conejo. Poco a poco fueron tomando un tono similar. Sacó el hígado del conejo.

Esto se suele comer, mientras se hace la paella, me dijo.

Después echó las verduras: judías, alcachofas, pimientos rojos y pimientos verdes de freir.  Durante unos minutos, con un fuego de intensidad media, las verduras fueron tomando un color adecuado, oscuro, asimilando la grasa que fueron soltando, anteriormente, tanto la costilla como el conejo. Carlos observaba el color, sin apartar apenas la vista de los alimentos. Tomó el plato con el ajo troceado y el tomate rallado. Con la espumadera mezclaba todo. Los colores y sabores se iban mezclando, cual paleta de pintor o combinado de barman. Más tarde abrió un tetrabick de caldo de carne y lo añadió, completando con agua hasta el nivel de los tornillos. Esa era la medida, los tornillo de las asas.  Una vez se produjo la ebullición, y el agua descendió por debajo del nivel de los tornillos, dejó caer unas hebras de azafrán y añadió el arroz, casi un kilo, en forma de cruz. Fue esparciéndolo con la espumadera. De nuevo esperamos hasta que se produjo la ebullición. Un poco de sal, sin pasarse de la medida.

Creo que me equivoqué un poco al nivelar el trípode. ¿No lo ves? Está un poco inclinado por este lado. Por eso conviene ser minucioso en este aspecto.

Los granos de arroz iban subiendo, poco a poco, a la superficie líquida, flotando al ritmo de las pequeñas burbujas que, a velocidad variable, las iba desplazando de un lugar a otro. De nuevo metió la espumadera en el centro, observando hasta donde llegaba el líquido. Tres filas de agujeros.

Tengo que tenerlo en cuanta para ver cuánto baja el nivel.

¿Ves los granos de arroz? En la parte central tienen un punto blanco, eso es que todavía no están. Tengo que arreglarlo. Solo tengo veinte minutos y no puedo perder un momento.

Cogió un paño de cocina y tapó la paellera, sin apagar el fuego. Me explicó que el vapor que producía el agua, chocaba contra el paño y descendía sobre el arroz, ablandándolo. Cada tres o cuatro minutos, lo levantaba, observaba el arroz y tomaba el punto al aroma. Finalmente, dio el visto bueno a la tarea y apagó el fuego. El blanco de los granos había desaparecido.

Pruébalo tú a ver qué me dices.

Está muy bueno, tal vez un poco flojo de sal.

Si, es cierto, hubiera necesitado un poco más.

Estuvo estupendo. Una paella exquisita. La carne soltó todos sus jugos, que se mezclaron con las verduras y el arroz, absorbiendo todo su sabor. El arroz asimiló todos los sabores y aromas. Una mezcla exquisita. Arroz suelto, jugoso, sabroso. Lo mejor la compañía, el compartir nuestro tiempo bajo la parra, en un día nublado, degustando la paella con la que Carlos nos deleitó. Una buena lección de cocina, de amistad entrañable. Muchas gracias, Carlos.

 

 

 

 

 

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