Tamales

Hay tamales, dice el cartel. Él limpia el escaparate por dentro y por fuera, adornado con una gorra gris, camiseta y pantalón en la gama. Es joven, unos veinte años. Llegan su mujer y sus dos hijos. Juega con el que está en el cochecito, conversan en jeringonza. La mujer con trenzas, camiseta blanca y pantalón corto, rosa, con lacitos.

¿Qué tamales harán? El cartel anuncia batidos de frutas tropicales. Y muchos más. No sé cuánto más. El local tendrá unos seis metros cuadrados. En la acera dispone de cuatro mesas con cuatro sillas cada una, blancas, de plástico. Me recuerda a las cafeterías de Trujillo, en La Libertad. Allí entendí un nuevo concepto de cafetería, donde el dueño se levantaba de su silla para que yo me sentara, siendo difícil negarse, no había más. Viví una realidad diferente a la que conocía hasta entonces.

Me gustaron los tamales, allá . Fue la primera vez que los probé, así como el cebiche o la chicha. Los preparan a base de maíz y carne, bien de res, cerdo o pollo, añadiéndole huevo sancochado, aceitunas o maní. Una vez terminado el proceso, envueltos en hojas de plátano y amarradas con pequeñas tiras de las mismas – tal y como lo aprendieron de los esclavos africanos que recalaron en el continente tiempo atrás-, parecían verdes paquetitos de comida para llevar a la fábrica.

Esta tarde, esta pareja de adolescentes, con tantas ganas de vivir y triunfar en mi tierra, me trae estos recuerdos. Desir es el nombre que figura en la camiseta de su amiga, otra adolescente que consulta su móvil y teclea sin parar, tras saludarles, mientras ellos charlan entre sí y él sostiene entre sus brazos al más pequeño de sus hijos.
Os deseo suerte, chicos. Que seáis capaces de convencer a mis paisanos de la virtud de los tamales, su exquisito sabor y textura. Que aprendemos a conocerlos y conoceros; aceptaros tanto como me aceptaron a mí en vuestro país

 

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