¡Niño, otras aceitunas!

El hijo ya estaba harto. Había puesto el mismo disco varias veces. Se acercaron nuevos turistas a las mesas, posó el cigarrillo en el cenicero y se acercó displicentemente a servirlos. ¡Vino blanco, una botella, y aceitunas también! Siempre igual, se dijo.

Su madre, Juana, vino a despedirse, tenía que ir al invernadero a trabajar un rato, esta mañana estuvo allí hasta la hora de subir a casa a preparar la comida. Antes de anochecer preparará la cena. Está cansada, no representa los años que tiene. Le pesa la vida.

Su padre, Pepe, se ha jubilado hace un año. Después de trabajar mucho tiempo en Alemania decidieron volver a su tierra. No está contento, la exigua pensión que le quedó de sus años de emigrante más lo poco que les proporciona el invernadero no es suficiente. Los impuestos y los gastos se llevan casi todo. Para colmo, siente que el gobierno espía sus ingresos como si pretendiera falsearlos.

Juan no estudió. Abandonó la escuela a los dieciséis años y no quiso continuar. Si quisiera podría ir a Alemania, sus padres tienen amigos allí y, seguramente, le ayudarían a buscar trabajo. No sabe alemán, pero no se preocupa, sus viejos tampoco lo sabían cuando emigraron. El invernadero no le va, el bar tampoco. A él le gustan son las motos. Quiere vender la que tiene y comprar otra más potente, ya ha visto una en internet. La vende un chico en Granada y solo pide seis mil euros. Este fin de semana se acercará a verla.


Su padre no le quiere dar el dinero. Dice que no la necesita, que ya tiene una buena moto y un negocio propio. ¡Pues vaya birria, piensa él! Cualquier día coge el dos y se va a Alemania. Tampoco su padre necesita estar en el bar de Paco todos las tardes. Y no falla ni una. A veces, incluso le cuesta volver. El hijo no se lo puede reprochar, ya se sabe, de tal palo tal astilla.

Juana llega cargada con los tomates, trae dos bolsas grandes. La fatiga le esculpe el rostro. El cansancio interior asoma también. Aún no ha llegado su marido. Su hijo sigue acodado en la ventana del bar, con el cigarrillo en la boca, observando a los escasos clientes de la terraza. Al llegar a casa preparará tomate frito, separará cuatro kilos para una vecina y apartará unos pocos para la ensalada de esta noche. Una hoja de la tomatera adorna sus canas.

Desde mi terraza observo la misma escena cada día, así desde hace más de diez años. los mismos gestos, la misma liturgia. Los domingos, Pepe asoma a la terraza y charla con los clientes. Juana, atenta, le hace entrar de nuevo, sabe que antes o después terminará discutiendo. Juan pone gesto de fastidio. Le gustaría cerrar los domingos, la playa está cerca y desde aquí se escucha el oleaje. Unos clientes le reclaman. ¡niño, otras aceitunas!

Últimos artículos