Se cerró la puerta y no pude hacer nada por evitarlo. Me quedé sentado en la entrada, con mi maleta, mirando a ninguna parte. No me lo podía creer, pero me había sucedido a mí. Estaba seguro. Lo estaba viviendo en ese momento. No sabía qué hacer. Tardé un rato en levantarme, sentía sobre mi nuca una pesada carga. Me habían expulsado de mi casa. Increíble. De mi propia casa. Después de mil y una discusiones, esta fue la solución: yo debía abandonar mi domicilio para siempre.
Me senté en un banco en la avenida cercana. El sol se hacía sentir. Llevaba mi ropa de abrigo y todas mis pertenencias. Sin saber dónde acudir, permanecí un buen rato allí, sabiendo que era la última vez que estaría en aquel barrio, en el mío.
Pasó un autobús y me introduje dentro. Saqué el billete y me senté junto a la ventana. Como si fuera un sueño, las imágenes de los lugares conocidos pasaban ante mis ojos. Era una sensación difícil de definir, desde la convicción de que nunca más los volvería a ver. Casi sin darme cuenta llegué al centro. Me bajé y fui caminando lentamente hasta la estación de autobuses.
No sabía qué destino elegir. Tal vez era mejor que él me eligiera a mí. Mientras me miraba, el empleado me preguntó si ya me había decidido. Le contesté que si: quería un billete para el primer autobús que saliera. En diez minutos sale uno con destino a Madrid. Pues allí me dirigí, sin dudarlo. Y aquí llegué, con todas las dudas que dije no haber tenido, con dolor, nostalgia, sueño y poco dinero. Ninguna ilusión, solo la necesidad de encontrar un trabajo que me permitiera vivir.
Pregunté en la estación por una pensión asequible. Me indicaron una cercana, limpia, en un quinto piso sin ascensor, en la zona próxima a Atocha. Una mujer tenía como medio de vida aquel pequeño piso con inquilinos. Al menos ella tenía un trabajo. No fue simpática conmigo, ni tan siquiera lo justo. No me asusté. Me pidió un adelanto de dos semanas y me comunicó que las visitas estaban prohibidas. Vaya cosa, pensé, no conozco a nadie, ¡quién vendría a visitarme!
Me tumbé en el colchón, encima de la colcha, contemplando el techo. Había un olor especial en el cuarto. Las paredes tenían manchas de diversos colores. El armario era antiguo, oscuro y chirrió al abrir la puerta. Una mesa y una silla junto a la ventana de vidrio antiguo, con suciedad junto a los marcos. El baño estaba al final del pasillo, era pequeño y con olor a lejía. Las ventanas, de guillotina. Todo el suelo de la casa estaba recubierto de hule de color verde.
No sabía qué hacer. No conocía a nadie, no tenía qué hacer ni a dónde dirigirme. Pero allí tampoco estaba bien, todo me resultaba muy extraño. Doloroso. Lejano y cercano a la vez. No me merecía lo que me había pasado. Yo no me había portado bien, eso lo tenía asumido. Pero la respuesta que recibí fue desmesurada, cruel, absurda y sin sentido alguno.
Ellos lo quisieron así. No quiero ni pensarlo, pero no puede evitar hacerlo. Me siento asqueado, expulsado, desheredado, rechazado. Pese a todo les echo de menos y sus rostros vienen a mi mente, si bien también sus comentarios lacerantes, lo cual hace que los expulse al momento de allí. Cuando me sucede, salgo de la pensión y vago por las calles hasta que no sé dónde ir. Doy vueltas y vueltas por las calles. No me fijo en sus nombres, ni en los comercios, tampoco en las caras de las personas que me encuentro. Miro fijamente al infinito, sin detener mi mirada en lo próximo.
Y así pasaron dos semanas y la patrona me pidió otro adelanto igual. Ya no tenía esta cantidad. Se lo expliqué. No sirvió. Dos semanas de adelanto o a la calle, esa fue su respuesta. Le ofrecí pagar tres días, era todo lo que podía. Accedió a ello. A los tres días estaba en las mismas. Ya no pude negociar nada más. Yo solo cogí la puerta y bajé uno a uno los escalones que me conducían a ningún sitio bueno.
Me senté en un portal con mi maleta como única compañía. El portero me obligó a marcharme. No entendió lo que intenté explicarle. Me veía como un vagabundo. Ante mis explicaciones me echó sin contemplaciones. Los días anteriores había preguntado en alguna tienda por algún empleo. Nada que hacer. Había visto algún cartel, pero no debí convencer. No logré que nadie me diera trabajo y mis escasos euros habían desaparecido.
Pedir limosna era tan humillante y tan fuera de lugar que ni se me ocurrió. Reconozco que en algún momento se me pasó por la cabeza, pero mi maleta y mi indumentaria no eran el uniforme adecuado para ello. El hambre aguzaba mi mente y los más variados pensamientos me invadían, todos relacionados con conseguir comida. Observaba a los paseantes y turistas con sus bolsas y bocadillos. Espiaba a los que tiraban algo a la papelera, con la esperanza de que allí fuera a encontrar un trozo no deseado del bocata o de la pizza. Rara vez encontraba algo interesante. También observaba a los niños. Me tentaba coger el donuts a alguno y salir corriendo, pero con mi maleta no iría muy lejos.
Mi estómago me jugaba malas pasadas. Necesitaba ir al servicio. Fui a una cafetería. La maleta no cabía dentro y la dejé en el pasillo, con la puerta entreabierta, por si acaso alguien me la llevaba. Eran situaciones nuevas, incómodas, no deseadas. Y llegó la noche, como cada día. Y la única alternativa era un banco en un parque, algo que me daba miedo, o arrimarme a quienes estaban como yo, en la calle, pero en peores condiciones. Pude arrimarme, más o menos. ¡Quién me lo hubiera dicho! Ahora era un sin techo, un homeless, un clochard. Ni en el peor de mis sueños jamás salió algo parecido.
Mis nuevos vecinos, que no familiares ni amigos, me miraban con indiferencia sino con hostilidad y cierta envidia, observando mis ropas y mi maleta. Pese a ello, yo estaba menos preparado para pasar la noche. No tenía cartones, ni mantas, ni un colchón de esponja. Ahora yo les envidiaba a ellos, algunos tumbados en unas envidiables camas, comparado con las dos baldosas sobre las que estaba sentado. Después lo hice sobre la maleta y me tapaba con mi anorak. A cada poco me cansaba, ninguna postura me resultaba cómoda. No podía conciliar el sueño. El cuello me dolía. A ratos despertaba de unos segundos de duermevela. El tráfico, los basureros, los viandantes, todo constituía una concierto desconocido para mí hasta ese momento. Deseaba que llegase el día.
Y llegó, como todo. Me desentumecí como pude. Me incorporé y deseé que siguiera siendo de noche, al menos había encontrado un sitio. ¿Qué haría ahora? Hasta la noche quedaban muchas horas. Rompí a llorar.
Comencé a tomar conciencia de mi situación. No era nadie, no tenía nada, ni un sitio, ni un trabajo, ni dinero, ni compañía alguna. Me arrimé por pura necesidad a los únicos que me lo permitían. Había atravesado la raya. Ya no podría volver al otro lado. Aunque mi mente me lo decía, aunque me lo repetían mis nuevos compañeros, me negaba a aceptarlo. No puede ser, me decía machaconamente. Uno reía, sin decir nada. Yo me desesperaba cada día.
Dejé de pasear la maleta. Ya no la tenía. No tenía sentido. Al menos comía algún bocadillo que nos traían unos voluntarios por las noches. Venían en coches y nos traían comida y algo caliente. ¡Qué sensación más horrorosa! ¡En qué me había convertido! No eran mi barba ni mis greñas, tampoco mis mugrientas ropas. Era más bien el desaliento, la desesperanza, la incredulidad, el sentirme en el fondo de un agujero sin fondo. Eso era. Ahora lo sabía bien, entendía la sonrisa de quien sin hablar me lo explicaba todo.
Ahora sí sabía qué tenía que hacer. Nos levantábamos a las ocho o a las nueve. Quitábamos los cartones y colchones. Los ocultábamos de la vista de los demás, amontonándolos cómo podíamos en los bajos de edificios comerciales. Me integré en el grupo del primer día. Iba con ellos al retiro, lo usábamos como baño. Nos sentábamos en un banco y terminábamos lo que nos hubiera sobrado de la noche anterior. Con las monedas que lográbamos de los viandantes tomábamos cerveza, cuando la había. A mediodía íbamos a comer a la cocina de las monjas, allí nos trataban bien. Y así hasta la noche. No quise dormir en el hogar del transeúnte. Mis compañeros me dijeron que no valía la pena, que a las ocho tenías que marcharte y no volver hasta la noche, te obligaban a ducharte y las monjas eran malas. Seguí con ellos. Ahora estaba a gusto. Tenía amigos.
Por la noche recuperábamos los cartones, colchones y mantas. A veces había problemas, cuando nos robaban. Cuando llegaba el ruso no faltaban las peleas, sobre todo cuando llegaba borracho.
Ya no leía. A la gente le extrañaba que yo leyera poesía. Algunos se paraban a charlar conmigo y me daban alguna moneda. Me preguntaban por mi vida, querían conocerla, les resultaba raro que viviera así y tuviera cultura. Querían saber si tenía familia, dónde vivían, si sabían de mí, si deseaba ponerme en contacto con ellos. Alguno incluso creyó reconocerme como un chico de su pueblo.
Tiré el libro de poesía a la papelera. Ya no se paran a hablar conmigo ni me dicen nada. Solo el ruso comparte alguna cerveza y alguna bronco. El otro, el de siempre, sonríe y no dice nada.