No sé qué hacer. Se me acabaron las oportunidades. He quemado todas las naves. Me encuentro en la orilla de la desesperación y no puedo volver a la anterior. Me apetece morir, desaparecer de este lugar. He perdido la familia, la fama, las amistades, el trabajo y hasta el respeto de mis vecinos. Todo ello me abruma. Es verdad que lo he hecho mal, que me he equivocado. Todos se sienten ofendidos conmigo, pero no me considero en deuda con nadie, solo siento dolor y soledad. No pienso justificarme, ni pedir perdón o comprensión. He elegido mi camino, el que yo quise, el único posible.
Ni me despediré de nadie, ni tampoco me marcharé a otro lugar. Así como aquel rey llevaba vestidos invisibles, me he vuelto yo para todos. Nadie me ve. Me siento más libre. Ya no hay miradas reprobadores ni sonrisas hipócritas, tampoco gestos de compasión o de disimulo que indiquen pena o lástima. Mejor.
Tengo hambre. No tengo pan ni casa. Estoy junto a un contenedor de basura, sin atreverme a abrirlo. No me preocupa que me vean, pero nunca lo he hecho anteriormente. Debe ser que aún no me aprieta demasiado la gazuza. Pasado un rato, una señora se acerca lentamente con los periódicos para reciclar y una bolsa de basura orgánica. Sabe quien soy, más actúa como si fuera un desconocido para ella. Abandona dignamente el lugar y, antes de doblar la esquina, mira sin disimulo hacia donde me encuentro.
Un anciano trae una bolsa de mendrugos de pan y la deposita en el suelo, en el exterior del contenedor. Extraigo uno de los periódicos del contenedor de papel, lo abro y lo extiendo sobre la bolsa de mendrugos, me siento en la acera y simulo leer. Al sentirme sólo de nuevo, doblo el periódico con mi botín en su interior y abandono el lugar. Aún me da vergüenza que me vean, pese a mi alegato anterior. Una cosa son los pensamientos y otra su puesta en práctica. Me siento en un banco del parque a comer el pan duro, cerca de la fuente de los meones. Ignoro si es o no potable, nunca lo tuve en cuenta antes, a estas alturas me importa poco.
Después de mi pequeño festín privado leo la prensa, esta vez sin disimulos. Es la de ayer. Me entero de la nueva propuesta municipal, de carácter social, para ayudar a las personas. Una mueca se dibuja en mi rostro. Ya me conozco todos los despachos. Siempre me recibieron bien, con una sonrisa las primeras veces, después, ya no. El responsable no estaba, acaba de salir o, si insistía en permanecer sentado hasta que cerrasen, me invitaban a salir; primero, amablemente, después … mejor no recordarlo.
Guardaré el resto del pan para más tarde, ahora he de buscar un lugar donde resguardarme. Comienza a llover.