No tendría que haber venido, pero ya no tiene remedio. Estoy de nuevo aquí, en el pueblo donde nací. Han pasado sesenta años. Llevo más de cuarenta añorando el regreso. Tiemblo. La emoción me embarga. Tengo miedo, especialmente a que no me reconozcan, a haber sido olvidado. Todos los rostros están en mi memoria: mis amigos de infancia, el cartero, la panadera, el señor cura, el boticario, el médico, las personas mayores. Es lo único que me queda. Los recuerdos son mi riqueza. Me pregunto cuántos de ellos habrán caducado. Sé que yendo al cementerio puedo actualizar mi lista y reconozco que a eso he venido, más solo de pensarlo se me acelera el pulso y vuelve ese vahído. En el camposanto del pueblo están mis abuelos. El resto de los míos descansa en el de la otra orilla, bañados por la brisa sureña.
Sigo en pie, el viento acumula polvo y hojas en mis viejos zapatos. Suelto mi maletón, percibo en el aire el olor acre del dióxido de azufre. El ruido del motor del autobús se aleja suavemente. Un perro se me acerca y olisquea. Limpio mi cara con el pañuelo de seda y me coloco el sombrero. La decisión está tomada, la tarea es clara, las fuerzas flaquean, pero el deseo de dejar la tarea finalizada vence en el envite. Con el equipaje en la mano doy mi primer paso y me dispongo a enfrentarme a mi pasado, a mi presente y a mi futuro.