Hacía más de un año que no le saludaba. Subí al pueblo en un día caluroso y pasé frente a la huerta. Entré dispuesto a charlar un rato con él.
– Juan ¿estás por ahí?
– Pasa, pasa. Aquí estoy.
– ¿Qué tal te encuentras?
– Un momento, estoy almorzando.
El reloj de la plaza dio las once. Juan sacó un enorme bocadillo, la mitad envuelto en papel albal. Dentro se veían dos capas, una blanca y otra rosada, supuse que queso y jamón. Le arreó un mordisco de los buenos y se echó un trago del porrón. A continuación metió la mano en el bolsillo de la pantaloneta y se llevó una alegría riojana[1] a la boca. Masticó un buen rato, me ofreció un trago y me impartió su habitual serie de consejos y reflexiones:
– Mira, chiguito, es mejor beber del porrón que de la canilla, sobre todo cuando comes caparrones. Y no veas cómo aunece[2]. Pero claro, vosotros, los jóvenes perdéis las buenas costumbres cuando dejáis el pueblo y os vais a Madrid y os hacéis falas[3]. Se os olvida comer bien. Qué saben los de la ciudad. Os hacen perder esa fuerza en la voz que teníais antes de salir de aquí, cuando hablábais como los hombres. Echa otro trago al gaznate, el bocadillo no, es mío; ese no te le doy. Y vuelve pronto, hemos de comer un buen rostrizo[4].
Bajé al pueblo, dándole vueltas a la conversación. Todos los años le hago una visita. Me hace sentirme vivo, de aquí, de mi Rioja, mi acento y mis costumbres, sociales y gastronómicas. Necesito verle, verlos, contactar y sentir a cuantos tuve junto a mí desde que nací, y me dieron el modelo de enfrentarme al mundo, de entenderlo. Me enorgullezco de mi tierra. Vuelvo a la urbe con energías renovadas. Gracias, Juan.
[1] Variedad de guindilla.
[2] Cundir.
[3] Presumido.
[4] Cochinillo asado.