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Se aburría como hacía mucho tiempo no le pasaba. Había cenado solo en una hamburguesería, como hacía años, en su época de soltero. A su lado una cuadrilla de adolescentes compartían pizza y hamburguesas, en un continuo jolgorio y con un nivel de decibelios bien alto.

Tomó otra caña y miró hacia la calle, viendo a la gente subir la cuesta cargados de regalos de reyes. Las carcajadas de los chicos le molestaban, pero no podía hacer otra cosa que escucharlas. Llegó otra pandilla y se sentó en la mesa de enfrente, saludándose con sus amigos. El nivel de ruido y movimientos para saludar a sus amigos de la otra mesa era ya demasiado molesto. Se levantó y se marchó.

No era el ruido lo que le molestaba, tampoco sus movimientos y saludos. Ellos no tenían nada que ver. Su malestar era interno, personal, acumulado desde hacía mucho tiempo y sin haberlo dejado salir del modo adecuado, pese a que ella se lo dijo en numerosas ocasiones.

  • No me pasa nada. Déjame en paz.
  • Sabes de sobra que necesitas ayuda. No quieres escucharlo, pero hace años que no puedes con ello. Cualquier día tienes un disgusto.

Aquella conversación sucedió muchos años atrás. Nunca quiso hacerla caso. Era su problema, y solamente suyo, como otras tantas cosas. La empresa comenzó a tener problemas. No dijo nada a nadie. A los dos años tuvo que cerrarla y despedir a los dos empleados. Ya no tenía capital para crear otra ni la edad adecuada para pedir trabajo. Por otra parte ¿qué sabía hacer? No lo tenía nada claro. Currículum vitae, experiencia, edad… demasiados inconvenientes.

El divorcio llegó al poco tiempo. Era inevitable. Tenía que llegar. La convivencia llegó a ser tan insoportable que solamente la presencia mutua les hacía daño. Los hijos no sabían que hacer al comienzo, poco a poco rehuían su trato. Las multas de tráfico llegaban a casa y hasta los vecinos comentaban que su conducción dejaba mucho que desear. En el bar de la esquina, que siempre denostó en el pasado, le tenían por cliente habitual. En ocasiones le tuvieron que negar la bebida e invitar a salir a casa, en ocasiones llevándole de un brazo hasta la puerta.

Compartía piso con otras dos personas. Llevaba la ropa a lavar a la lavandería del barrio, haciendo amistades durante la espera de lavado y secado. No planchaba, no sabía, tampoco era necesario, la máquina secadora dejaba la ropa en buen estado. Comía en la cantina de la estación. Era un menú asequible, aunque se quejaba de que era escasa la ración de vino. No cenaba, unas cervezas eran suficiente. El tiempo pasaba lentamente, algunos amigos ya no le saludaban, de lejos la vio en algunas ocasiones. A los hijos les saludaba en su recorrido habitual a la vuelta del colegio. No tenían mucho que decirse, solamente preguntarse qué tal. Bien. ¿Y tú? Bien. Bueno, hasta luego.

  • ¿Qué hace?
  • Pero bueno, está loco. ¿Te has dado cuenta?
  • Si casi me atropella, no me voy a dar cuenta.

Durante varias calles condujo de modo temerario. Sus colegas jóvenes del after hour se quedaron con un palmo de narices. Habían quedado en ir a la cervecería irlandesa de la playa. No les quiso llevar. Les soltó un exabrupto y arrancó el coche, saliendo precipitadamente, golpeando a dos vehículos y estando a punto de atropellar a dos señoras en el paso de cebra, con sus cestas de la compra.

  • Documentación, por favor.
  • ¡Qué?
  • Baje del coche.
  • Baje del coche, por favor.
  • ¿Qué edad tiene?
  • 66
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