Josephine

Lo encontró en el metro, sentado en el suelo, pidiendo limosna. Algo le hizo fijar su atención: su pasaporte sobresalía de su camisa. Aquello no era lo habitual. Era un pasaporte español.

– Perdone, pero usted no debe estar en este lugar.

– Lo sé, pero no tengo a dónde ir.

– Lo comprendo, joven, pero por muchos que sean sus problemas, permaneciendo aquí no se van a solucionar.

– Tiene usted razón, señora. No tenía otra salida.

– Mire, tenga esta tarjeta. Mañana se presenta en mi domicilio a las doce de la mañana. Soy una mujer muy rica y voy a ayudarle.

No me lo podía creer. Nunca me había sucedido nada igual. Salí de España dispuesto a comerme Paris. No fue posible, París me enguyó a mí. Me ahorros volaron en poco tiempo y ya no tuve dinero ni siquiera para dormir en alguna mísera pensión. Dormía en el metro y esperaba que la gente me ayudara. Ni en el mejor de mis sueños sucedía nada igual. Quiero hacer hincapié que esta historia es totalmente verídica.

Josephine, la llamaré así, era una mujer inmensamente rica. También era judía. Bajo el régimen de Vichy, tras la firma del armisticio entre general Petain y el régimen nazi. Todos sus bienes le fueron confiscados y quedó en la calle. Allí la encontró su antiguo cocinero, español, el cual le dijo: “Usted se viene conmigo, yo la protegeré. Conmigo está a salvo”. Fue una época muy dura, era necesario esconderse para evitar la denuncia por parte de los colaboracionistas. Terminada la guerra, De Gaulle le devolvió – como al resto de expropiados, y con la justificación documental pertinente – todos sus bienes. Recuperó su nivel de vida anterior, recompensó económicamente a su antiguo cocinero y siguió con su vida, llevando un propósito irrenunciable: ayudar a cualquier español que se encontrase y que tuviera necesidad. Cuando me encontró en el metro tuvo ocasión de cumplir la promesa que se había hecho a sí misma.

Me presenté en su casa al día siguiente, tal y como acordamos. Yo estaba nervioso, no sabía qué iba a sucederme, si bien intuía que era bueno. Aquello colmó mis pretensiones y anhelos: me regaló un apartamento en París, en el barrio de Les Halles. Pasaba a ser de mi propiedad a partir de ese mismo momento. Solo tenía dos condiciones: que el día que no lo necesitase debía cederlo, en las mismas condiciones, a otro español que lo necesitase. La segunda consistía en visitarla una vez al año.

Loco de contento por tener mi hogar, en propiedad, y ser ayudado por Josephine a buscar trabajo, me panorama cambió por completo. Pude acomodar, sin coste alguno por su parte, a un cura español y a un estudiante recién llegado de La Rioja. Tenía compañía y me hacía encontrarme mejor, compartiendo aquello que me vino caído del cielo. Le llevé un gran ramo de flores blancas a mi benefactora. Fue tajante: una flor, solo una. Así lo hice hasta que murió.

Sigo viviendo en el apartamento. Ahora me acompañan mi mujer y mi hijo. Cada año llevo una flor blanca al cementerio del Père Lachaise. Durante unos minutos contemplo la lápida y recuerdo la serenidad en el rostro de esta mujer que me salvó la vida. Este año tengo que ir a La Rioja. Me lo debo

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