Me ha llamado tu hija hace unas horas. No sabía nada. Te habíamos echado de menos en el curso de escritura terapéutica. Se nos hizo raro, pues nunca fallaste. Cristina te llamó dos veces, yo también, nadie contestó.
Fue curiosa tu participación en el curso. Mientras todos estábamos sentados en círculo, escribiendo y leyendo nuestros escritos, un móvil estaba conectado permanentemente al tuyo, pidiendo tu turno cuando lo considerabas necesario. Seguías a distancia el desarrollo de la actividad, tu síndrome de cola de caballo no te permitía moverte. Tu voz estaba en el grupo y se hacía oír.
Solo me conocías a mí. Rico te envió fotos de cada componente del grupo. Te hizo ilusión recibirlas y a nosotros también. Planeamos hacer la última sesión en tu casa. Aunque éramos siete u ocho, comentaste que no habría problema alguno. “El chorizo y el pan lo pongo yo”, fue tu respuesta inmediata. Nosotros el vino, Raquel.
No hubo más sesiones. El día nueve de marzo decidí enclaustrarme en casa ante la amenaza del coronavirus. Nadie me dijo nada, pero al ser EPOC me dio miedo realizar la actividad. A los pocos días decretaron el confinamiento de toda la población.
No volvimos a hablar contigo. El curso siguió poco después, esta vez online. No pudimos comunicarnos contigo. Nos extrañó. En tu carta a los hospitalizados les dabas ánimos y les recomendabas tranquilidad y serenidad, así como tomar un vinito juntos cuanto todo terminara. Haremos cuanto recomendaste, brindaremos por ti.
Hoy me llamó tu hija, Raquel. Me dio la noticia.
Adiós, Raquel. Buen viaje, amiga.