La escuela

 

Silencio. Motas de polvo revolotean a través del haz de luz que entra por la pequeña ventana. Los viejos pupitres, con los tinteros de porcelana, son mudos testigos del paso del tiempo. La mesa del maestro permanece sobre la tarima, con su silla e brazos, de color marrón. El mapa físico de España sigue colgado en su sitio, amarillenta la tela de los bordes. La pizarra acumula tiza en el cajetín inferior, junto al borrador. Encima, la foto de don Francisco.

Cruje la madera bajo mis pies al acercarme a la estantería donde reposan la enciclopedia Álvarez, el Quijote, la gramática de Podadera, el Atlas universal y el libro de ejercicios resueltos de aritmética. En los alféizares, los garrafones de cristal oscuro, con restos de flores secas. Los percheros continúan intactos; no falta ni una sola percha, cada una con su número. En el armario del fondo, la botella de anilina para rellenar los tinteros, y los restos de un pizarrín partido.

Hace más de treinta años que no se imparte clase en este local. Los niños y el maestro se fueron a un pueblo cercano, así como las niñas y la maestra. Todos juntos: niños y niñas, maestros y maestras, de varios pueblos.

El dueño de la casa no ha necesitado utilizar el local. Su padre lo cedió al ministerio cuando él era un niño. Posteriormente, el Estado se lo devolvió. Nadie ha querido comprarlo ni reconvertirlo en negocio o vivienda. En el pueblo hay apenas habitantes y casi todos son mayores.

Alguna vez visito este lugar. Me hace pensar. Lo siento como un fragmento vivo de nuestra historia, el crisol de nuestro avance económico y social, la herramienta del cambio que hoy nos atribuimos.

Cierro la ventana y la puerta y devuelvo la enorme llave a la señora María. Regreso con la sensación del deber cumplido.

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