Han venido padre e hijo. El primero en la vespa, el hijo en la furgoneta, con el material, le esperaba en el aparcamiento. Me piden otra pequeña escalera. Les conozco hace tiempo. Tienen su negocio cerca de mi casa, en escasos seis metros cuadrados, de forma rectangular, de donde resulta imposible entrar o salir dos personas a la vez. Allí les voy a dar los recados o charlo un rato si se tercia, casi siempre con el padre, Aníbal.
El lunes le operan, por segunda vez. Se le cayó la moto encima cuando pinchó la rueda delantera en uno de sus desplazamientos por la ciudad. Sucedió hace un mes. Se encuentra bien, eso dice, pendiente de la operación que le permitirá caminar mejor.
Les escucho golpear el material plástico. Salgo a la terraza a hablar con Aníbal mientras su hijo baja a buscar nuevo material. Lo peor es un piso, me dice. Vivió en uno durante treinta años, después se mudó a una casa en un pueblecito cercano. Rotundamente, hago lo que me da la gana. Su expresión no deja lugar a dudas. El piso, cualquier día lo alquilo o lo vendo. Estaba harto de las reuniones de los vecinos, de los impagos de alguno. Al final me fui. Le creo.
Ha subido su hijo. El taladro está en marcha. Niño, la broca del seis, de vidia. No la encuentro. Está en un bolsillo, la metí yo esta mañana. Esta es del seis, pero no es de vidia. Deja, vete buscando un tirafondo largo. Usa el otro destornillador, que para eso se hizo el agujero. Tienes el tirafondo ahí, hay tacos en la maleta, lo menos cien. ¿Vale una rosca chapa o tiene que ser tirafondo? Ese vale. Tira. Destornillador. Suena de nuevo el taladro.
No vamos a manchar nada, dice Aníbal. Como vamos a barrer la terraza, no entrará ni una gota de polvo al piso. Sigo leyendo en el sofá, con el tráfico como ruido de fondo. No molesta mucho, creí que sí cuando me vine a vivir aquí, junto a la autovía. Escucho a ambos solicitar ayuda y material: dame una broca de hierro, vete buscando la corona, trae la otra escalera, aguántame la escalera, brr brr brr. ¿Te doy otra más pequeña? Si, dame otra más pequeña, de las del otro día.
Es buen gente. Trabajan bien, son educados, agradables en el trato, puntuales, responsables. El hijo habla menos, Antonio es más campechano y parlanchín. Me pregunta por mi viaje a Amsterdam. Quiere saber cómo son las putas, lo que cobran y lo que enseñan. Supone que como las de aquí. No me va a preguntar si yo fui, me dice, socarrón. Le explico que el barrio rojo es un atractivo turístico y que lo visita mucha gente, que no se pueden hacer fotos a las chicas de los escaparates. ¿Ah, no? Pues no.
El viento continúa sur continúa con su melodía de septiembre. Buda me mira desde la estantería. El sonido del taladro cede al del tráfico. Una mano revuelve en la caja de herramientas. Suena el móvil. Si, ahora estoy con una chapuza, mañana me paso por allí. El trabaja así, siempre en domicilios. Al taller va a recoger el material y los avisos, si bien casi todo el mundo le llama al teléfono móvil, al número que figura en el escaparate, junto al cartel “vuelvo en cinco minutos”. Este hombre es una oficina ambulante. Su maleta, una especie de ferretería. A veces le da vuelta para encontrar la pieza que busca. Su humanidad se hace notar. Siempre tiene una sonrisa disponible, una mirada atenta, una frase agradable y una vespa repleta de material para solucionar los problemas de sus clientes. Su hijo dejó de estudiar, ahora está con él. Aprenderá el oficio.