La pensión.

¡Y no me quedé!

Parecían buena gente. El precio era el habitual,  comprendía habitación y pensión completa, sin lavado de ropa. Era un piso antiguo, de madera y con poca luz, situado en la cuarta planta, a mitad de la calle Cervantes, bien céntrico, frente a donde me encuentro en estos momentos,  la entrada del ya desaparecido cine, de igual nombre que la calle. Tenía un mesa y un flexo para poder estudiar, pero no había luz natural. Eso último fue lo que me hizo desistir. ¡Y hay vino para comer! me dijo él cuando estaba a punto de marcharme.

 

            Años después, dos de mis hermanos se alojaron allí. Fue una buena elección. El trato estupendo, la comida abundante y sabrosa. Las habitaciones amplias, pero, eso sí, eran alcobas. Yo ya trabajaba en la provincia y vivía de nuevo con mis padres. Los fines de semana venía a Santander. Mis hermanos regresaban a casa esos días y yo ocupaba su habitación A veces, uno de ellos permanecía  allí, preparando algún examen. Charlábamos un rato y, si era el caso, pasábamos la noche en blanco, estudiando. Charlé muchas veces con el matrimonio. Después de tantos años en Cuba y de tener que venirse con lo puesto, el aterrizaje no les fue fácil. Discutían, entre otras cosas, porque a él le gustaba desayunar pescado y ella decía que eso no podía ser. ¡Pero si me gusta, protestaba él!

 

            Una vez viuda, la encontré varias veces en el autobús municipal. Nos gustaba saludarnos y preguntarnos por nuestras cosas.

 

            El recuerdo vuelve. Era un día entre semana, como hoy; al atardecer; estaba oscuro, como ahora. Si hubiera visitado la casa a primeras horas de la tarde, tal vez hubiese vivido dos años con aquella pareja.

 

¡Pero no me quedé!

 

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