Tenía los quesos en sus cajas, bien acaldados sobre musgo. No hacía falta nada para su conservación. Medio metro de nieve rodeaba el puesto. La vecina vendía fruta. Más allá longanizas. Castañas asadas, anunciaba el señor José. Venían bien para calentar las manos y el estómago.
Bajó por la carretera, los pies enfundados en las zapatillas y éstas e las abarcas de madera, con tacos de goma. Así no se resbalaba ni se le enfriaban los pies. El caminar lento, la determinación firme, la necesidad aún mayor. Todos los lunes repetía el mismo recorrido, siempre sola.
Nunca tuvo miedo, pero un palo era siempre su compañía. Atenta a los posibles aludes de nieve y a la crecida de los riachuelos. Entendía el hambre de los lobos, pero aún más la de sus hijos. Su mano derecha ayudaba a la cesta de castaño a guardar el equilibrio. La izquierda, con la belorta, le servía de apoyo y defensa.
Esta vez no traía huevos. No pusieron las gallinas, le dijo Sinda. Lástima, se venden bien. Otro día será. ¿Quieres un caldo? Gracias, mujer, me entonará el estómago y el ánimo. Corren malos tiempos. Y que lo digas. Para eso estamos, para ayudarnos. Lo malo es que cada vez disponemos de menos cosas. Y los hombres no están, solo quedan los niños, los viejos y el cura.
Ha vendido dos quesos, los de mejor ver, los más untuosos, los que nunca prueban en casa. No, niño, ese no, es para el mercado. Come aquel otro. ¡Tiene gusanos, madre! Anda, a estas alturas me sales con esas. ¡Aún no sabes que son los mejores”.