La socarreña

Está en la casa del abuelo, junto al gallinero. Nada más entrar se encuentra la carbonera,a la izquierda, y un tronco y un hacha para partir leña. A la derecha hay otro compartimento donde se guarda el grané y el maíz, el primero en un barril y el segundo en un saco de arpillera. Lo cogíamos en un plato y lo echábamos en los comederos.

Me gustaba estar allí, solo, en las tardes veraniegas, a la hora de la siesta y mientras cantaban las cigarras. Después de comer pasaba algunos ratos en aquel silencioso lugar. Alguna vez ojeé algún libro. La consecuencia fue que los quemaron todos en una pira en la huerta, pues no eran para niños. No sé si llegué a leer una hoja. Otras veces cogía el sable del abuelo. Era emocionante tomarlo en mis manos y clavarlo en los sacos de maíz. No creo que ninguno de mis amigos tuviera una experiencia semejante.

Recuerdo ver algún conejo colgando del marco de la puerta exterior. El abuelo les daba un golpe seco en la nuca, con el canto de la mano, y doblaban la cabeza, pareciendo dormir. A continuación, los dejaba colgando boca abajo. La sangre goteaba en el suelo. Era la primera experiencia de sangre. Yo miraba hacia arriba y allí estaba el animal. Era una imagen impactante. Más tarde les daba un corte un corte en las patas y tiraba de la piel, dejándole desnudo, en carne viva. La sensación de fragilidad podía aplicarse tanto al conejo como a mí mismo.

¡No lo mires! Después estará muy bueno, con arroz.

No podía pensar en comerlo. Aquellos ojos me miraban fijamente.

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