Cornelius

Desde la ventana observa el paso de los barcos por el canal. Su esposa no tardará en bajar, está preparando el café. Las flores del jarrón hacen juego con los altos cortinones, arropando a la ventana y proporcionando una cálida intimidad a los moradores de este edificio del siglo diecisiete.

Su primer propietario fue  Cornelis de Graeff, alcalde de Amsterdam y administrador de la ciudad. El segundo fue Gerrit de Graeff, su hijo, notablemente rico, debido a su comercio con las Indias Orientales, y famoso por su tacañería. Después lo habitaría Lady Jeltje de Bosch Kemper, defensora del derecho de las mujeres al trabajo remunerado. Su última ocupante fue María de Roble, de 1893 a 1906. Está situado en el número 573 del canal Herengrach, en Amsterdam.

Hace treinta años, Hendrikje Ivo, anticuaria, su marido y su hija comenzaron a coleccionar bolsos. No podían evitarlo, se trataba de una verdadera obsesión. Cada vez que viajaban a un lugar nuevo, traían las maletas llenas de todo tipo de objetos antiguos, habitualmente de pequeño tamaño. Se culpan mutuamente, sin que importa a quién se le ocurrió, lo cierto es que cuando encontraron en aquella aldea de Inglaterra un bolso de cuero de 1820, fabricado con caparazón de tortuga y nácar, entraron en un estado contemplación especial, tal fue el hechizo que les produjo. Aquello solo fue el inicio de cuanto sucedería después.

A partir de ese momento, todos sus viajes tuvieron un único objetivo: la búsqueda incesante y febril de nuevos bolsos y monederos. Al regresar a casa, buscaban el mejor sitio para las nuevas piezas, reacomodando las anteriores, fabricando nuevas estanterías para poderlas admirar. Tan pronto terminaban con esta tarea, comenzaban a programar un nuevo viaje, en búsqueda de piezas interesantes.

Su familia no entendía muy bien esta afición tan excéntrica y poco productiva, era algo que no habían conocido anteriormente. Pero, todos tenían interés en conocer qué nuevos materiales traían de cada viaje, encargándoles, en ocasiones, algún bolso o pulsera para ellos mismos.

La casa comenzaba a quedarse pequeña. Las habitaciones parecían los almacenes de una tienda de bolsos. En ocasiones, les llegaron a preguntar si pensaban poner un comercio con todo aquello. Pero no, ese no era su objetivo. Comenzaron a entender de pieles, de curtidos, de conservación, cremas y tintes, estilos, arte e historia. El bolso y el monedero pasaron a ser la razón de su vida.

En 1996, su casa se convirtió en una exposición de bolsos y monederos. Los dos pisos y la buhardilla estaban abarrotados de materiales pertenecientes a estilos y épocas diferentes. En el sótano acondicionaron dos dormitorios, para ellos y su hija, una pequeña cocina y una minúscula ducha. Tuvo éxito. Los vecinos ya la conocían como la casa-museo de los bolsos. A ellos les gustaba. Era lo que llevaban deseando mucho tiempo atrás, compartir con otras personas todo aquello que habían coleccionado durante años a través de sus muchos viajes.

Su domicilio se hizo famoso y muchas personas lo visitaban, llegando a figurar, incluso, en algunas guías turísticas de la ciudad. Pero, surgió un nuevo problema, el espacio se les quedó pequeño. Ya no ofrecía las posibilidades necesarias para mostrar todas las colecciones, muchas de las cuales debían permanecer guardadas en armarios, cajones, e incluso debajo de las camas o en los altillos.

Y llegó la solución. Una mano anónima consiguió que la colección se trasladase a Herengrach 537, a escasos metros de la plaza de Rembrandt. No se lo podían creer. Superaba el sueño más atrevido que tuvieron jamás. La guinda fue que su hija, Sigrid Ivo, licenciada en historia del arte, se convirtiera en la directora del ahora sí denominado Museo del Bolso de Amsterdam. Frente al canal, perteneciente al conjunto de canales patrimonio de la humanidad, muestra al público diariamente todo aquello que sus padres fueron recogiendo por cuantos rincones visitaron: bolsos, bolsas, carteras, monederos, llaveros, costureros y accesorios variados. Hay más de cinco mil, tanto en la exposición como en los talleres. Tienen bolsos desde la época medieval, bolsos nupciales, de cantantes y actrices, como la famosa Marlene Dietrichs hasta los de grandes marcas de moda como Luis Vuitton, Hermès y Chanel. Bolsos con garras de metal, bolsos de plástico, bolsos para viajar en tren y barco, bolsos con formas de beso, de búho o de armadillo.  Las exposiciones son tanto fijas como itinerantes. Se ha convertido en el mayor museo del bolso del mundo, centrado en creaciones europeas, con ochenta y cinco mil visitantes al año. Asimismo, reciben a estudiosos del diseño y de la moda, que realizan tesis y estudios variados, a partir de los más de cinco mil modelos catalogados.

Pero todo tiene su precio. Nada es absolutamente gratis, ni los sueños se cumplen hasta en los más íntimos detalles. Quedan flecos, nos guste o no. En este caso reciben el nombre de Cornelis.

Cornelis de Graeff murió sin haber construido el edificio, si bien sentó las bases, junto a los otros tres compradores del terreno, para la uniformidad del edificio, cosa que se cumplió al pie de la letra. Fue su hijo, Pieter de Graeff, quien lo terminó y también le sustituyó como alcalde de la ciudad. Antes de su muerte, llegaron a un pacto, de obligado cumplimiento. Cornelis le cedería a su hijo la responsabilidad del edificio y el bastón de mando de la ciudad, a cambio, le sería reservada, por toda la eternidad, una mesa con dos sillas, en el salón, junto a una ventana del canal, para tomar el café con su esposa. La única condición es que nadie les podría ver. Nunca.

Cornelius sintió una mano en su hombro, al mismo tiempo que un barco turístico pasaba por delante. Su esposa le habló al oído: “Cornelius, es la hora, se nos está haciendo tarde”.

El museo estaba a punto de abrir. Los primeros visitantes se asomaron al salón y miraron por los ventanales. Un tenue aroma a café flotaba en el ambiente y ligeros pasos se oían en la planta superior.

Amsterdam, 2016

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