¡Maldito gato! ¡Otra vez lo mismo! Ya me estoy hartando. Es la tercera vez que entra al barco desde el muelle y me escamotea el filete que me pensaba comer. Una vecina sonríe desde el portal de enfrente. Ha debido observar la maniobra con todo lujo de detalles. El vecino del barco de al lado tiene un hermoso gato, rechoncho, que permanece tumbado, habitualmente, en cubierta. Ahora lo veo paseando. Es blanco y negro, con un adorno rosa al cuello. Entra a husmear en el barco colindante y continúa su camino. Tal vez esté buscando a otro pobre incauto a quien robar su comida. Pero, no estoy seguro. Tal vez esté levantando un falso testimonio y me denuncie su dueño.
Sentado en el muelle, vigilo la llegada de un nuevo felino, mientras escucho el crujir de las amarras de mi casa en el canal. Un pato se acerca, indiferente, y vuelve a marcharse por donde ha venido. Pasa una moto por la calle, una chica quita la cadena a su bicicleta y se va. Es un día nublado, la temperatura es agradable y la brisa mueve las hojas de mis plantas. Algunos turistas pasan por delante en botes de motor y me saludan al pasar. El tranvía chirría a unos centenares de metros, es el que va a Central Station.
Ha pasado más de una hora y no he vuelto a ver al maldito gato, sea o no del vecino. Tengo ganas de echármelo a la cara y cantarle las cuarenta, no creo que vayan a denunciarme por ello. ¿Y si diseño una trampa para gatos? Puedo ponerle algo de comida, sujeta a un mecanismo que lo inmovilice. Y después … No, mejor no escribo lo que pienso. Creo que es un animal no comestible, al menos dentro de lo que se supone nuestra cultura bien alimentada. Uff, qué cosas me hace pensar el hambre.
¿Y el michino? No ha vuelto. Ni se ha dignado. Tampoco hay peces en estos canales. Iré al barco colindante, con sigilo. Tal vez, su micifut no haya terminado toda su ración.