No quiero saber quién es el imbécil que lo hace. Desagradecidos, estúpidos, simples, malévolos, insolidarios. ¡Pero, bueno! ¿Quién eres tú para decir a nadie que se marche de su casa? ¿Acaso te han dado potestad para hacerlo? ¿Tienes carnet de mandamás? ¿Qué le dices a la enfermera, al cuidador, a la cajera del supermercado, que se marchen de su casa, que no aparquen en su garaje, por si acaso te contagian el coronavirus?

            ¿Te has molestado en leer algo? ¿En saber algo más que meros bulos? ¿Crees que tienes algún poder sobre el virus, que lo ves venir? ¿Piensas que no te va a visitar? Lo tienes claro, el virus va por libre, sin leer los carteles que escribes a escondidas, con cobardía.

            ¿Y qué vas a hacer cuando, finalmente, el virus se instale en tu cuerpo? Porque, lo quieras o no, antes o después, nos enfrentaremos a él cara a cara. Cuando ese momento llegue, porque llegará, ¿irás al hospital a que te ayuden tus vecinos, que hoy has desalojado, a decirles que vienes a ejercer tu derecho a ser tratado? ¿Le suplicarás que te traten o les mirarás por encima del hombro, porque para eso le pagan, que esa es su obligación?

            ¿Has dejado de ir al supermercado? Imagino que no, que te protegerás con tu armadura oxidada, cual caballero o dama, para evitar cualquier contagio, visera y babera cual clásica mascarilla, y una manopla para marcan el pin en la caja. No sé si yo estaré a salvo de tus miasmas mentales, cubiertas por una hermosa celada. Tal vez salga corriendo al verte, no sé si en sentido contrario o hacia ti, porque… me estoy cabreando.