La cristalera

 

 

La vidriera permitía verlos en el agua, con sus monitores, en la piscina pequeña. Ataviados con sus gorros y manguitos de plástico, hacían sus primeros pinitos. Uno lloraba, una niña le consolaba; parecía decirle que no tuviera miedo, que no pasaba nada.

            Al otro lado, sentados en sillas de madera, los abuelos y alguna madre disfrutaba con el espectáculo. El de Carmen, el dieciocho, hace ya siete. El mío también abre la boca. El otro día estábamos en la cocina y le di una galleta; pues le gusta, mira tú. Sí, al mío el pan. Cada vez que me lo traen es lo primero que me pide. ¿No le da pecho? Sí, si le da.

            No hay un solo sitio libre. Son quince personas. Sin dejar de mirar a sus nietos, entablan una conversación continuada, siempre sobre ellos: comida, hábitos, sueño, enfermedades, llantos, diarreas, pis y caca. Se conocen hace tiempo. Todas las semanas coinciden aquí, como sus nietos en la guardería, después en el colegio y, más tarde, en el instituto o en el entorno lúdico o laboral.

            De haber nacido en otro sitio, de haber sido escolarizados en otro centro, serían las mismas relaciones, con actores diferentes. Cambian las máscaras, no las funciones: cuidar, alimentar, amamantar, traer, llevar, charlar, reír, amar, morir.

            ¿Por la alergia o porque es peligroso? No, por la alergia a pistachos y pipas. A Noemí le encanta el chocolate. Yo tenía que esconderle las nueces, en cuanto las veía se tiraba a por ellas. Con Eva es horroroso, “tocholate”, dice ella. La mía come zonahorias crudas. Y jugábamos a la pita y ahora no saben.

            Los niños siguen con sus juegos dirigidos. Tienen unos aros de colores y han de agruparlos en torno a un eje. Los  monitores observan: ninguno lloran, todos disfrutan. Semana a semana van consiguiendo su objetivo de hacerse al medio, no extrañarlo.

            Ahora no miran a su través, solo a veces, tal y como hacen con los programas de televisión. No pierden el contacto, pero siguen a lo suyo, sea la conversación, el punto, o el ganchillo. La pantalla comunica ambos grupos: actores y espectadores, nietos y abuelos, políticos y votantes. Apagarla, bajar la persiana, perder el contacto visual y comunicativo haría que cambiara el juego.

            Antón, ton, ton, Antón, pirulero. Cada cual, cada cual, atienda a su juego. Y el que no lo atienda pagará una prenda.

            Antón, ton, ton, Antón, pirulero.

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