Se dejó caer en el sillón. Lo peor fue la sensación de pesadez vital, que ya le resultaba familiar. La música, que se colaba por las ventanas entreabiertas, hablaba de cosas incomprensibles para él, no sólo por hacerlo en otro idioma cuanto por el tono, que le era ajeno.

            El final de esta etapa se veía cercano. La siguiente era una incógnita. Decidir no le resultaba sencillo. No hacerlo representaba la otra opción. El viejo juego, que parecía durar siglos: un paso hacia delante y otro hacia atrás. Tantas veces lo había repetido y siempre terminaba en la misma casilla.

            Ya no se afeitaba. ¿Para quién?, se decía. Comía lo justo, siempre en la cocina, para no manchar, o para no pensar, no estaba seguro. Hacía las compras a primera hora, cuando abrían las tiendas, y tiraba la basura de noche, cuando nadie le reconocía, caso de toparse con él.

            Hasta ahora se resistió a la tentación de beber de alguna botella medio llena que alguien había dejado junto al contenedor de basura. Tal vez algún día dará ese u otros pasos, preparados y bien pensados, pero siempre en la despensa, por si acaso.

            Agradecía la publicidad que dejaban en su buzón, su única comunicación con el exterior. Estaba al corriente de los productos, precios y ofertas, así como de los nuevos establecimientos que se abrían y cerraban en el barrio. Últimamente eran novedosos para él: tatuajes, cartomancia, comida servida a domicilio, en bicicleta; venta de ropa, discos y libros de segunda mano, gimnasios low cost, etc. De nuevo, la vuelta al principio y al pan de centeno, motivo de viejos desencuentros.

            Hace años que no vive el vecino de enfrente. Mejor. El piso está vacío. La soledad cambia de mano, aún sin querer. Los de abajo, tan bulliciosos como siempre, ya solo vienen en vacaciones. No admitió el perro que le ofrecieron. ¡Quien compra perro que lo cuide, coño!

            Desde su observatorio del mundo, acomodado entre dos nuevos cojines, se sumía en ciertas ensoñaciones que un día tuvo.  Juega a conectar con ellas, no es posible, especialmente con la de siempre. Son poliédricas aproximaciones a vivencias de museo que solo perviven en su memoria.

            Despierta de esos momentos con un intento de media sonrisa que no llega a cuajar. Son demasiadas las frases oídas y repetidas mil y una vez, que no le aportarán nada nuevo ni bueno.

            Cuando se le cae alguna foto del mueble del salón, la recoge y coloca de nuevo, boca abajo, no queriendo saber quién hizo la fotografía o posó en ella. La realidad exterior no le importa, tan solo los restos  del naufragio en el cual se ve inmerso y quién sabe hasta cuando durará el juego.

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