La respuesta

Quiso conocerlo. Dejó su trabajo, preparó la maleta y se despidió de su familia y amigos. Era una necesidad vital. Desde que le hablaron de él, o tal vez de ella, no pasó un momento sin pensar en el encuentro. Pasaron los días, juntó sus ahorros y compró un billete hasta una población situada a cien kilómetros de su hogar. Allí fregó platos hasta que consiguió comprar otro billete de tren. Esta vez era una localidad bien distinta, sus habitantes pronunciaban de un modo extraño y sus ropas eran de más abrigo.

            De nuevo solicitó un trabajo en un establecimiento de hostelería. Fregar, recoger, ordenar, sonreír. Todo lo hacía con gusto. Era necesario para conseguir aquello con lo que soñaba, su única meta, sin que las penurias lo amilanasen. Finalmente, llegó a la ciudad deseada. Ya no le quedaba dinero y no pudo comprar el billete de autobús para llegar a la meta. Se echó la maleta al hombro y comenzó a caminar. Al poco tiempo lo descubrió y lo admiró. La gente hacía lo mismo, sintiendo la fresca brisa junto a los pinos. Y por fin pudo contemplarlo. Ahí estaba el mar. ¡Así que era esto! Bajó las escaleras con la maleta. Las ruedas se atascaban y caminar se hacía extraño. Continuó con la maleta al hombro, y al poco tuvo que parar y descalzarse. ¡Qué extraña sensación en los pies! Era curioso el cosquilleo  que le producía y extraña la humedad y el olor a sal. Se sentó en la orilla, admirando lo que tanto había anhelado conocer, sintiendo el rumor de las olas, viendo chapotear a los chiquillos, todo el mundo en ropa interior, de colores. Aquello era muy raro, pero tan atractivo que no se levantó en dos horas, atento  a las nuevas sensaciones.

            En el horizonte había cuatro cargueros fondeados. Le informaron de lo que eran y para lo que servían. Algo se iluminó en su interior y una nueva idea surgió en su cerebro. Un nuevo deseo, un ansia de conocer, de investigar. Si él estaba en la playa y esos barcos se podían desplazar, seguramente irían a otras playas. El objetivo deseado se había convertido en el escalón para el siguiente logro. Sin dudarlo, saludó a un delfín y, cabalgando sobre él, se acercó hasta los buques. Habló con los responsables. Convenció a un capitán pelirrojo para que lo llevase hasta Southampton. No fue difícil el arreglo. No le cobrarían el pasaje. El trueque fue una buena solución: viaje a cambio de trabajo.

            Disfrutó durante la travesía. Fregó la cubierta, peló patatas, limpió platos, movió bultos, se mareó y vomitó en más de una ocasión. Aprendió palabras nuevas, que le serían necesarias en su viaje. Se sintió distinto, importante, intrépido e investigador del universo. Llegó a su destino. Le ofrecieron continuar embarcado, más él descendió a tierra, dispuesto a conocer aquella playa, aquel lugar. Nuevas sensaciones, olores, humedad, brisa, piedras. Estaba feliz. Era más de lo que hubiese podido imaginar. Aquello no era más que el principio. Quería más, su objetivo era llegar al final. De nuevo, su vida laboral se desarrolló en la hostelería, esta vez portuaria. Ganó unos pocos peniques, dado que tenía que pagar su alojamiento. Oía hablar en la taberna a cuantos allí llegaban a comer. Le llevó tiempo entenderles, le costaba comprender aquella lengua.

            Le apreciaban en el trabajo y conocían su deseo de viajar y conocer el mundo. Consiguieron enrolarle en la tripulación de un buque que partía hacia Estados Unidos. Ya chapurreaba algo en su nueva lengua, y su conocimiento y bien hacer en la cocina mejoraban de día en día. Partió en su nueva cabotaje. En esta ocasión había pasajeros a bordo. Le asignaron el comedor.  Debía servir la comida en las mesas. Parecía sencillo, salvo cuando enfrentaban alguna tormenta y los movimientos del mar repercutían en los platos de sopa que debía servir. Alguna vez tuvo que llevar la comida al capitán hasta el puente, ya que no podía abandonar el puente en tales situaciones. Amarrado su cuerpo, con un bocadillo y una cerveza en el bolsillo, avanzaba con dificultad por la cubierta, sorteando el oleaje, hasta llevarle su condumio al responsable del barco. Y volver por el mismo camino y en idénticas circunstancias.

            Desembarcó en su destino y, también en esta ocasión, fue en busca de las playas. Los colores, las atracciones, los paseos marítimos con suelo de madera, los jóvenes practicando actividades deportivas variadas, la arena fina y las playas largas, enormes. Todo fue un descubrimiento: Coney Island, Rockaway, Long Beach. Lejos quedaba el día en que se despidió de sus padres. Fueron días de vino y rosas. Nuevos territorios que conocer, costumbres, ideas, personas, viviendas, paisajes. Su conocimiento de todas estas cosas fue en aumento y su sed de saber crecía cada día con más fuerza. Seguía con deseos de conocer otras playas, otras vidas, otras gentes.

            Esta vez había tenido tiempo de informarse, de aprender el manejo del mapa y de la lengua, así como de mejorar su capacidad de adaptación al medio. Se estuvo preparando para visitar destinos exóticos, maravillas de la humanidad, destinadas a ser visitadas a quienes, como él, ya podía permitirse el lujo de pagar por ser transportados a dichos parajes. Las playas de Quan Lan, Ha May o Nha Trang, en Vietnam fueron su siguiente destino. Visitó los túneles, con tres niveles de profundidad y casi tres kilómetros de longitud, con entrada próxima a las playas del mar de China. Comprobó in situ los efectos de la guerra. Se bañó en las aguas donde ahora veraneaban quienes las bombardearon años atrás. Aprendió sin cesar. De allí siguió a Ko Similan, en Tailandia; Palolem, en India, Bora Bora, Cayo Largo, La Digue, Curaçao.

            Pasó los años viajando en barco, pisando las arenas de cuantas playas quiso conocer, comparando unas con otras, acumulando conocimiento a través de variadas vivencias. Se sentía agradecido. Jamás hubiera podido imaginar que iba a conocer tantos destinos ni a acumular tanto saber. Se hizo mayor sin darse cuenta. No había completado su deseo de conocer todas las playas del mundo. No le había dado tiempo. El interior de las poblaciones lo fue relegando y solo conocía las playas y los puertos. Resultaba imposible llevar a cabo el proyecto  planeado tiempo atrás, pero era consciente de lo utópico del mismo.

            Llegó un momento en que deseó volver a su aldea. Tenía una fuerte necesidad de volver a sus orígenes, de sentirse en su tierra natal. Su hogar era el mundo, más añoraba su familia, su cama, sus vecinos, la playa mayor, los viejos conocidos. Era tiempo de volver. Ya no estaban sus padres, tan solo un hermano. Alguna señora mayor le recordaba, si bien vagamente, más de oídas que por un recuerdo real. Sintió una sensación extraña. El gallinero se había convertido en un garaje. La bicicleta, oxidada, colgaba de una pared del pub de la plaza, como adorno. Los chalets pareados habían invadido el pueblo. ¡Qué distinto estaba todo!

            Su amigo le reconoció mientras daba un paseo por el pueblo. Se abrazaron con emoción. Quien se quedó en la aldea y nunca se atrevió a abandonarla. ¿Qué es el mar?, le preguntó. Y no supo qué contestar.

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