Quedó inmóvil en el fondo. No respiraba. Nadie alrededor. La niebla ocultó a los agresores. Pasaron los minutos y no salió a la superficie, su peso se lo impidió. Alguien pasó y alertó a la policía. No se veía nada, pese a los potentes focos. La ambulancia esperaba, subida en el bordillo. Entonces hicieron otra llamada.
Vino enseguida. Bajó del coche, se enfundó el traje de neopreno de cinco milímetros, las aletas cortas y el resto del equipo. Bajó la escaleras y se hundió sin prisa. Sabía lo que le esperaba, no era la primera vez. El fondo estaba turbio por efecto del oleaje y la visibilidad era escasa, aún con la linterna. Ayudado por su intuición y profesionalidad, no tardó mucho tiempo en localizarlo en el fondo. Frío como un témpano, pesado, imposible moverlo de allí. Inyectó aire del regulador en la boya de descomprensión, marcó la posición y salió del agua.
Mientras abría el maletero de su furgoneta, llegó su amigo, instructor, como él. Ya estaban allí los periodistas, siempre se enteran. Examinaron el equipo y consideraron suficiente unas cinchas y dos boyas; los policías tendrían que ayudar a sacarlo del agua una vez estuviera a flote. No fue una tarea complicada, no más que otras.
Cuando, por fin, lo subieron al muelle, todos se aproximaron a mirar. Consternados, comprobaron que le faltaba un brazo. Fueron a buscarlo. El bronce soldará bien, pero quedará la señal. ¡Qué raqueros son quienes han tirado a este otro al agua! ¡Si solo amagaba!